Le Chantier, kafé - bistro - virtuel

La Flor Azul de la Felicidad

por

Xander Mellish

Traducido del inglés por Rocio Iglesias.

"Parecen titiriteros que han perdido sus marionetas", dijo Lee.

Oteaba la sala apoyado en una galería, contemplando la fiesta como un gato en un estante. Era la fiesta más despampanante que pudiera haber esa noche en Manhattan, con la música más hot y los entremeses más estrambóticos. Una fiesta de mujeres mordaces y de hombres tan estratégicamente desaliñados como en un anuncio de after-shave: descansando en un sofá porque acaban de llegar de la jungla o del Sahara. Una fiesta integrada por casi cien personas vestidas con pantalones negros, jersey de cuello alto negro, calcetines negros y zapatos negros.

"Si se pusieran unos gorros de lana podrían asaltar un almacén", dijo.

Lee llevaba una camisa azul brillante, y el flequillo cayéndole sobre un ojo.

"¿Dónde está Kacie?" me preguntó. Kacie es su novia y mi jefa.

"Me mandó a buscarte", dije yo. "Dice que vengas a hablar con la gente".

"Dile", contestó, "que la gente venga a hablar conmigo".

Encontré a Kacie sentada en un taburete, hablando con un hombre clavo en traje de oficina. Kacie es editora y directora de una revista local de vanguardia cuyo primer número saldrá en cuanto encontremos tan sólo un inversor al que no le importe perder su dinero.

"Queremos ser como el New Yorker, pero", estaba diciendo Kacie, "para nuestra generación, así que pondremos fotos mucho más grandes".

Kacie es rabiosamente enérgica, como un dibujo animado que va desparramando sus células por toda la habitación. Es como el doble de alta que yo y genera cuatro veces más luz y calor. En fin, allí estaba volcando sus encantos en el infeliz calvo que, supuse, sería un posible inversor para la revista.

"Esta es Claire, mi secretaria", se volvió para presentarme (porque nadie se da cuenta de que existo espontáneamente), "Claire, ve a decirle a Lee que aquí hay alguien que recuerda su disco del año pasado; que tal vez invierta en la revista, y que quiere conocerle".

"Vale", respondí.

Lee se encontraba exactamente en la misma postura en la que lo había dejado veinte minutos antes. Junto a su cintura, se había sentado una mujer con las uñas de los pies pintadas y puntiagudas.

"Tú salías en todas las revistas", dijo ella. "Tenías una canción o algo así, ¿no? ¿Qué te pasó?"

"Seguí escribiendo canciones", dijo Lee, "pero nadie quiso escucharlas".

"Es una pena", respondió ella.

"Seguro que tú eres una de las que no quiso?dijo él".

La mirada de Lee, incluso desde una posición horizontal, bastó para que ella se levantase y se fuese con su cóctel a otra parte.

Kacie estaba subiendo las escaleras.

"Tengo a mi inversor ocupado con una que tiene las tetas de silicona", dijo.

"Se cree que me lo va a quitar, pero no corro ningún riesgo porque he descubierto que...¡es gay!"

Lee hizo un sitio con el codo y ella se sentó.

Le hizo mucha ilusión que lo invitaran a esta fiesta.

"Pobrecito", dijo Lee.

En la otra punta de la habitación alguien se rió de un chiste totalmente distinto.

"He conocido a un hombre que hace papel tapiz con las grandes doctrinas filosóficas que fracasaron, como el socialismo", dijo Kacie. "Las frases son maravillosas, de verdad, y el papel es monísimo. Quiero hacer un artículo sobre él".

Me levanté y ellos se sentaron, mirando a la gente de alrededor.

Kacie se levantó de repente.

"Voy a pedir que pongan tu canción, para que luego bajes y todo el mundo se fije en ti".

"Ni se te ocurra", dijo Lee.

"Tienes que promocionarte".

La miró mientras bajaba las escaleras.

"Vámonos", dijo.

"No creo que Kacie esté lista".

"Pues nos vamos sin ella".

Busqué a Kacie a la salida, mientras nos abríamos paso entre la gente. Unos cuantos parecieron reconocer a Lee, quizás le recordaban de cuando salió en todas las portadas el año pasado, o quizás no. Quizás le miraban sólo porque era alto y guapo y, además, llevaba una camisa azul.

Nos enfundamos en los abrigos y nos dirigimos a las calles invernales. No había nieve, hacía tanto frío que no podía nevar. Lee llevaba una chaqueta de ante rosa con adornos de plumas, un regalo de algún diseñador que quiso que lo vieran con ella puesta el año pasado. Yo llevaba un abrigo de paño que me había regalado mi abuela. Caminando por la 45th Street debíamos de parecer una pareja del reino de los pájaros, en el que el macho es, con diferencia, más bello que la hembra. Nunca había ido a ninguna parte con él .

No dije ni una palabra. Hacía muchísimo frío, demasiado para abrir el calor de nuestras bocas al aire gélido. Era increíble caminar a su lado, viendo pasar los mismos escaparates y los mismos carteles que veo pasar yo sola cada día.

Pasamos por delante de un kiosco, repleto de revistas con el nuevo guapo-de-moda en la portada; fingí no verlo, pero Lee se quedó mirando.

"No dejes que te afecte", le dije.

"No me afecta en absoluto", contestó. Sus plumas se agitaron.

Estábamos llegando a Times Square y, al pasar por Broadway irrumpimos en un mundo de luces brillantes, botellas de whisky doradas de 2 m de altura y tazas de café de 3 m en neón rojo. Allí es donde yo tenía que ir hacia el Norte, a la casa de mi abuela en Park Avenue, y Lee se dirigía al Sur, al apartamento de Kacie en el West Village.

"Buenas noches", le dije.

Se alejó en la noche, mientras los letreros teñían su pelo de rojo, y naranja, y azul, olvidado, humillado, sencillamente encantador.

Al día siguiente , cuando llegué a la oficina, Kacie estaba inclinada en su escritorio, hablando por teléfono con alguien que, supuse, era otro posible inversor.

"Mire, yo había pensado en una revista para la gente más cool de Nueva York, lo que pasa es que todos se creen demasiado cool para comprarla, así que quieren que se la regale", le estaba explicando Kacie; "por eso, tendremos que vendérsela a la gente que, en realidad, no está de moda, igual que el Playboy se vende a hombres que no son ningunos playboys".

Fui a mi escritorio, que estaba cubierto de pruebas de contacto de reportajes fotográficos que no habíamos pagado y artículos bastante subjetivos de periodistas freelance. La plantilla de la revista somos, básicamente, nosotras dos, pero hemos conseguido montar dos números y medio para imprimirlos en cuanto tengamos dinero. Nosotras lo hacemos todo: pensamos los temas de los artículos y elegimos redactores para estos temas; los perseguimos cuando no entregan sus historias y, cuando por fin las tenemos, verificamos los hechos. Bueno, en realidad soy yo la que los comprueba, porque a Kacie no le gusta hacerlo.

Kacie colgó el teléfono, cruzó de un salto la habitación para tirar a la basura un montón de cartas de escritores malos o poco prometedores que nos habían localizado antes de que publicásemos siquiera un número, y volvió en un segundo trayendo books de modelos que podíamos usar para los reportajes de moda.

"¿Qué tal Lee?" le pregunté.

"Bien", me dijo. "Está en casa, en la cama. Siento que tuvieras que aguantarlo anoche. Últimamente monta el número cada vez que sale".

Kacie volvió al teléfono y yo volví a mis montañas de papel. Llevo en la revista desde el año pasado, cuando a Kacie se le ocurrió la idea y puso un anuncio en mi facultad buscando un becario. Yo era la única que podía trabajar gratis, porque mi abuela aún vivía y contábamos con su pensión y su apartamento de protección oficial. Desde que mi abuela nos dejó se acabaron los cheques, y me he gastado casi todo el dinero de su seguro de vida en nuestro proyecto. Espero obtener algún beneficio de la revista antes de quedarme sin blanca.

"Mira", Kacie vino a enseñarme una foto. "La obsesión de este tío es fotografiar la parte de atrás de las cosas: de las estatuas, de los edificios ... Me gusta lo que hace".

"Supongo que está intentando decir que el lado oculto de las cosas nunca es tan bueno como la fachada".

"¡Ah!... sí. Quizás". Había perdido todo su interés.

Fue una mañana muy larga. Me puse a mirar por la ventana hacia los aparcamientos. Por la carretera, el brillante sol reverberaba en el techo de los automóviles, y se asomaba entre los listones de mi persiana como un campo de estrellas cegadoras que yo hacía tililar moviendo cabeza, pero eso también me mareaba.

"Oye Claire", dijo Kacie de pronto. "Tengo una encargo de redacción para ti".

Levanté los ojos para mirarla.

"Hay unos hierbajos que están brotando por toda la ciudad y tienen a la gente desconcertada. Son unas flores azules, están en las grietas de las aceras, en las medianas de la carretera. Nunca las había visto", me dijo. "No sé qué son, pero la gente hablaba de ellas anoche en la fiesta, todo el mundo las ha visto pero, que yo sepa, nadie ha escrito nada sobre ellas. Descubre cómo se llaman y de dónde han salido".

"¿Porqué yo?" pregunté.

"No merece la pena llamar a nadie para esto. Hazlo en la hora del almuerzo, ¿vale?" dijo ella. "Necesito que compruebes lo de ese artículo sobre los bolos de cristal. Son preciosos, pero no sirven para jugar".

Hasta las tres de la tarde no tuve tiempo para comer. Salí de la oficina y crucé hasta la mediana que hay frente a nuestro edificio, y allí estaban. Flores azules, flores de invierno más grandes que las hierbas corrientes. Tenían los pistilos rojos y las hojas pequeñas en forma de corazón. Intenté arrancar unas cuantas, pero no pude porque tenían las raíces más fuertes que había visto en mi vida. Al final cogí el bolígrafo de mi chequera para hacer un dibujo de sus pétalos en la bolsa de papel de mi almuerzo, y volví a la oficina.

Cuando llegué Lee estaba ganduleando, despatarrado en mi escritorio, pero cuando me vio empezó a incorporarse.

"Déjalo, no hace falta que te muevas", le dije.

Kacie estaba hablando por teléfono, y yo desenvolví el sandwich y empecé a comérmelo de pie. Lee alargó el brazo y cogió un pellizco.

"Vengo de la calle", le dije.

"Hace frío fuera", dijo él.

"He encontrado unas flores..."

Mientras hablaba por teléfono, Kacie nos vigilaba desde el otro extremo de la habitación. Le había costado mucho conseguir a Lee dos años atrás, cuando él era una estrella del pop y ella trabajaba como correctora freelance para revistas de moda. Por entonces, ella tenía tiempo para hacer lo que él quisiera y para seguirle adonde le apeteciera ir: a hacerse fotos en París para una revista, o a Londres, para verse en los carteles de la calle. Había muchas chicas alrededor de Lee, pero Kacie se esforzó mucho más que ellas. En aquella época, salir con Lee era la cosa más impresionante que había conseguido.

Kacie colgó el teléfono, se acercó a Lee y le miró con atención: estaba haciendo un crucigrama mientras masticaba una pajita de plástico.

"Mira, hay un montón de artistas que hacen su mejor trabajo cuando lo ven todo negro", le dijo. "Podrías componer algo.

"Nadie quiere oír lo que ya he compuesto", contestó él.

El teléfono estaba sonando de nuevo.

"Claire, ¿puedes llegarte a la biblioteca antes de que cierre?" me preguntó. "Necesito una foto de una oreja. Una ilustración médica del canal auditivo, porque tenemos un artículo sobre pendientes y quiero que también se vea lo que hay dentro del oído", y cogió el teléfono.

Me puse el abrigo y Lee se puso el suyo y salió conmigo. Detrás de las nubes, el sol tenía el tamaño de una moneda de diez centavos. Era una biblioteca antigua, una de las más antiguas del sistema de sucursales. Lee paseó tras las barandillas de hierro forjado del piso superior, mientras que yo fotocopiaba orejas de la Enciclopedia Americana.

Lee bajó con una pila enorme de libros, los puso en una mesa cerca de la fotocopiadora y se sentó a hojearlos rítmicamente. Parecía muy feliz. Yo no quería volver a la oficina y aguantar a Kacie regañándole de nuevo.

Decidí quedarme en la biblioteca el tiempo suficiente para averiguar algo sobre las flores azules. En la sección de botánica, encontré un estante lleno de libros viejos de pastas desgastadas y páginas que olían a rancio; sus márgenes estaban llenos de notas escritas por estudiantes que ya habrían crecido y muerto.

En aquellos libros había cientos de dibujos de líneas en blanco y negro, pero ninguno de ellos se parecía a mi flor. Uno de los libros más recientes tenía una sección a color, pero sólo aparecían más flores que no eran mi flor. No era una violeta, ni un lirio, ni un jacinto, ni un dondiego de día. No era una campanilla, ni un lirio multicolor, ni una espuela de caballero, ni una verbena azul. No se parecía a ninguna flor que hubiera visto antes.

Yo estaba mirando un mapa de las zonas donde crece el cosh azul en otoño, de pronto Lee se quedó mirándolo y señaló un punto en el centro del mapa.

"Yo soy de aquí", dijo.

"¿Eres de Dakota del Norte?"

Lo miré, con su camisa de lentejuelas y su bufanda color melocotón, e intenté imaginármelo en una granja de las Grandes Llanuras.

"¿Te gustaba vivir allí?" le pregunté.

"Sí, pero yo no les gustaba a ellos".

Cuando cerró la biblioteca ya era de noche, una noche azulina de principios de invierno.

"¿Vas a volver a la oficina?" le dije.

"No, prefiero dar un paseo", me contestó. "Me quedé sin llaves de casa cuando me robaron la funda de la guitarra. Kacie tiene el otro juego, así que me iré a casa cuando ella esté allí".

"Kacie no me dijo que te habían robado la funda de la guitarra".

"Kacie ya no escucha nada de lo que le digo".

En la oscuridad se vieron pasar los faros de un coche. Empezaba a hacer frío, demasiado para vagar sin rumbo durante el tiempo que tardase Kacie en llegar a casa.

"Te puedes quedar en mi apartamento un rato", le dije.Te dejo allí y luego vuelvo a la oficina.

"Si quieres", dijo Lee.

Le di un bono para que subiera al autobús conmigo, y llegamos a Park Avenue. El edificio donde vivo parece muy lujoso por fuera. En realidad el apartamento está tan viejo que pasé un poco de vergüenza cuando hice girar la vieja cerradura y le dije a Lee que pasara. Mi abuela nunca tuvo dinero para arreglar nada que no estuviese literalmente goteando o a punto de explotar. La cocina estaba llena de vasos y platos desparejados, en los sofás se apilaban los cojines polvorientos y huecos, y en la bañera con patas de hierro goteaba agua herrumbrosa.

Pero a Lee le encantó el apartamento y, sobre todo, la bañera.

"¡Una bañera con patas!" exclamó. ¡Yo me crié con un baño como éste!"

Cuando lo llevé al salón se puso aún más contento.

"¡Un piano!" dijo Lee. Era un viejo piano en el que mi abuela había tocado, una y otra vez, la media docena de canciones que tenía en partituras.

"Voy a darme un baño y luego tocaré el piano", me dijo.

Volví a la oficina. Eran casi las ocho de la noche del viernes, y nuestra ventana era la única que estaba encendida en todo el edificio. Cuando llegué Kacie estaba sola y la oficina estaba totalmente en silencio.

"¡Lo conseguimos!" Se levantó de un salto y vino hacia mí. "¡Conseguimos el cheque! Tenemos un inversor, ¡mira esto!"

Era un cheque de 10.000 dólares.

"¡Claire!" me dijo. "Podemos publicar el primer número, y si publicamos el primero, tal vez encontremos anunciantes para el segundo, y así podríamos publicar el tercero, y el cuarto, y el quinto, y tendremos una revista".

"¡Es estupendo!" dije yo.

"¿Has escrito la historia de las flores? Tenemos que completar el primer número ahora mismo".

"Lo escribiré en seguida", respondí. "Será lo primero que haga mañana.

Kacie me sonrió y me sentí feliz.

Esa noche trabajamos hasta muy tarde. Volvimos a revisar todos los artículos para que sólo los mejores estuvieran en el primer número, y actualizamos las fechas de las páginas. Al final me fui sobre la una de la mañana, y Kacie se quedó allí trabajando: no mencionó las llaves ni una sola vez.

Cuando llegué a casa, el apartamento estaba a oscuras.

"¿Lee?" dije. Miré en la habitación de en frente, luego en la cocina; por fin vi una luz en el baño, llamé a la puerta y nadie contestó, así que la abrí de golpe.

Él estaba dormido en la bañera, con la mejilla aplastada sobre el grifo del agua caliente. Lo moví para intentar despertarlo, pero respiraba muy despacio, como si estuviera durmiendo profundamente. Tenía miedo de que se escurriese bajo el agua y se ahogase. Finalmente alargué el brazo sobre su cuerpo escuálido y tiré del tapón del desagüe. Cuando comprobé que la bañera estaba vacía, lo dejé allí y me fui a la cama. 

Nunca escribo nada. No me gusta que cualquiera sepa lo que pienso. Creía que al mostrar tus ideas más brillantes e íntimas te arriesgas a caer en la ostentación, como si colgases pinturas al óleo en el exterior de tu casa.

Pero esta vez era para Kacie, era para nuestra revista. Así que el sábado por la mañana me levanté temprano para trabajar en la historia de la flor. Me senté en la sala de estar con un cuaderno empezado de mi último semestre en la universidad, lista para escribir. Allí estaba, sentada con mi rotulador destapado.

Después de un rato me levanté y empecé a deambular por la casa. Lee ya no estaba en la bañera, y pensé que se habría levantado y se habría ido, hasta que inspeccioné la casa y lo encontré durmiendo en la meridiana de mi abuela. Había vuelto a vestirse, llevaba su camisa de lentejuelas.

Me senté de nuevo y destapé mi rotulador. Escribí “Flores” con una letra enorme.

No tenía absolutamente nada que decir. Sólo había visto las flores una vez y ni siquiera sabía de qué flores se trataba. Entonces me di cuenta de que tenía que haber llamado al servicio de parques y jardines para preguntarles si sabían algo sobre ellas, pero ya era sábado y todas las oficinas públicas estaban cerradas. De pronto, me aterró la posibilidad de defraudar a Kacie.

Lee se despertó. Entró en la sala de estar descalzo y con los pantalones arrugadísimos.

"¿Hay algo de comer?" preguntó.

"Hay un poco de pan en la cocina", dije yo. "Aparte de eso, sólo hay golosinas."

Entró en la cocina y volvió con una bolsa de maní naranjo.

"¿Qué estás haciendo?" dijo.

"Escribo una cosa para Kacie", le contesté.

"No lo leerá", dijo.

Puso el maní encima del piano y se sentó a tocar. Nunca le había oído tocar, sólo en su disco, y los que entonces eran su grupo solían tocar más fuerte de lo que él lo hacía. Estaba encantador tocando en el desafinado piano de la sala de estar. No sé si la canción que estaba tocando era suya o de otro, pero me dejó sin aliento, como una bocanada de energía.

"¡Es precioso!" le dije.

"Es malísimo", me contestó, "habría que envasarlo y venderlo como perritos calientes para que valiese algo".

"Yo creo que no", dije.

Con su música de fondo y él abriendo su corazón, pude de algún modo abrir el mío y, entonces, fue fácil escribir. Me lo inventé todo, porque sabía que, si yo no había conseguido comprobar nada, nadie podría hacerlo.

Las flores, escribí, tenían una misión celestial en la tierra: decirle a la gente que la felicidad no se encuentra en construir o pintar o escribir cosas que los hagan parecer más importantes a ojos de los demás, sino en aceptar el papel de cada uno en el mundo, aceptar la naturaleza. Los hombres, y todo lo que ellos crean, se desgasta y muere, pero la naturaleza perdura, incluso en una ciudad en la que los hombres generan tanta luz que no pueden ver las auténticas estrellas. Las flores azules, escribí, eran minúsculos embajadores de Dios en las aceras de Nueva York.

De repente Lee dejó de tocar, cerró el piano y se fue al salón a hacer uno de sus crucigramas. Ahora tenía un libro entero lleno de ellos. Yo estaba desconcertada por haber escrito tanto.

"Voy a leerlo", dijo Lee desde el sofá.

Le di el cuaderno, me fui a la cocina y me preparé pan con mantequilla de cacahuete. Me quedé un buen rato allí, comiendo.

Cuando volví a la habitación, Lee tenía un maní en la boca.

"Si escribes así no necesitas la música", me dijo.

"Gracias", contesté.

"Yo necesito la música", dijo él.

Me quedé un rato en casa viendo la tele con él, aunque en realidad tenía que estar de vuelta en la oficina con la historia de la flor azul.

Llegué más tarde, pero Kacie estaba trabajando en un artículo sobre sombreros con plumas, y no tenía tiempo para leerlo.

Las primeras semanas de la revista estuvieron llenas de una actividad frenética, aunque feliz. En cuanto supimos que estábamos teniendo éxito. El resto de las revistas escribían sobre Kacie, y, en el siguiente número, Kacie escribía sobre su mención en ellas. Entramos así en el interminable laberinto de los espejos públicos. Kacie se convirtió en una pequeña celebridad, la fotografiaban en las fiestas con la boca abierta y una copa en la mano. Pasaba mucha más gente por la oficina, gente que dejaba servilletas y botellas de té helado en mi escritorio.

Esa primera explosión de éxito fue, sin embargo, una época feliz. Trabajaba más horas que nunca, pero cuando llegaba a casa Lee estaba por allí, viendo la tele o tocando el piano. Se había traído su guitarra –sólo le habían robado la funda–. Pronto empezó a pasar la mayor parte del tiempo en mi apartamento, y luego todo el tiempo, pero Kacie estaba tan ocupada que apenas se daba cuenta. Ella estaba saliendo con un bailarín que quería su foto en la portada.

Seguíamos sin obtener dinero de la revista, pero nos hacían muchísimos regalos. Todo el mundo quería que sus creaciones salieran en nuestras páginas para resumir ante sus modernísimos amigos, quienes, a su vez, saldrían probablemente en el número de la siguiente semana. La gente nos mandaba tarros de perfume con forma de órganos humanos, cajas de felicitaciones navideñas con árboles de los que colgaban tacos y un montón de pinturas originales, que apilamos en un rincón de la oficina. Todo muy bonito, aunque el dinero habría sido mejor.

Necesitaba pagar la factura de la calefacción, porque había una ola de frío en la ciudad, y, además, tenía que comer y alimentar a Lee. Él se pasaba el día tumbado en el sofá, con la tele encendida y haciendo crucigramas. A veces incluso dormía allí.

"Tal vez, en vez de montar otro grupo, me haga detective privado", me dijo un día.

"Entonces toda esa tele que ves es investigación", dije yo.

Él hacía planes sobre los dos: cuando volviéramos a ser ricos íbamos a vivir bajo la bóveda de una basílica abandonada, y nos despertarían los dibujos de las vidrieras atravesando nuestras sábanas. Otro día decidió que quería que un tipo de rosa llevase su nombre, porque había visto en la tele que todas las personas muy famosas tenían rosas que se llamaban como ellos.

Una noche que llegué tarde a casa me preguntó: "¿Dónde está Kacie?¿Aún sigue en la oficina?"

"Está en el taller de impresión mirando unos carteles para la revista".

"Mi cara aparecía en carteles por todo Londres", dijo Lee.

Cuando salió el tercer número, Kacie aún no había publicado mi artículo sobre las flores, que seguía ocupando el mismo sitio en su escritorio, bajo una caja de frambuesas atadas una a una con un lacito de raso –regalo de una tienda del gourmet. En la calle hacía un frío tremendo, pero yo seguía viendo flores por todas partes y me parecía increíble que nadie más hubiese escrito sobre ellas. Seguí buscando alguna alusión a ellas en el Times, el New Yorker o la New York Magazine. A veces, llegué a creer que yo era la única que podía ver las flores.

La revista se llenó entonces de anuncios, aunque seguíamos sin tener a nadie que fuera a decir a los anunciantes que nos pagaran. Los supermodernos que se sentaban en mi escritorio no encajaban en es tipo de tareas. Siempre que había que hacer trabajo de verdad tenían muchísima prisa por irse a cualquier parte.

Una noche, Kacie y yo estuvimos allí hasta muy tarde montando el quinto número.

Ya teníamos todas las páginas dentro del ordenador preparadas para grabarlas en un disco y llevarlas a la imprenta, y estábamos corrigiendo galeradas de las últimas páginas. La emisora “todo noticias” nos dijo que eran las dos de la mañana.

"¿Has visto la composición del artículo de primera página?" me preguntó. "Es el tío que escribe novelas en cinta para impresoras IBM-correcta y luego hace vestidos de etiqueta con la cinta. Son carísimos".

Yo estaba de pie junto a ella, y cogí la composición mientras que ella ordenaba los papeles del escritorio, apartando artículos, galeradas y fotografías y metiendo sin orden los papeles de la contabilidad, los cheques y las facturas en un cajón. El artículo constaba de un par de fotos, un pequeño texto y unos enormes márgenes en blanco.

"¿Hay sitio para mi artículo de la flor azul en este número?" le pregunté.

Ella se paró un momento, y se inclinó con el cajón completamente abierto.

"Claire, no sé qué hacer con la historia de la flor", me dijo. "No sé si a la gente le interesa la belleza natural, ya sabes".

"¿Qué?" dije yo.

"La belleza natural, no les interesa para nada. Nuestros lectores no tienen ningún papel que desempeñar, en ellos todo es artificio".

"Las flores son un mensaje de Dios", dije yo.

"Pues entonces Dios tendrá que publicar su propia revista", me contestó, "porque ésta es la mía".

Me alargó el manuscrito que yo elaboré para la revista, que también era mi revista. Por lo menos lo habían maquetado.

"Esto no es una historia personal", dijo Kacie.

La dejé allí con la revista a medio terminar, y me llevé mi historia bajo el abrigo. Hacía tanto frío en la calle que mi aliento se convertía en hielo, pero mi interior ardía por la rabia. Creo que había estado toda mi vida buscando algo que decir y ahora que por fin lo había dicho, nadie quería escucharme. Mi autobús se estropeó en la 59 Street y tuve que seguir andando hasta casa. Vi las flores en cada una de las manzanas.

Paré en una delicatessen cerca de casa. No había comido nada durante horas. Detrás del mostrador tenían tizas de colores como las que usan los niños para pintar en el suelo. No me llegaba el dinero para un sandwich y las tizas, así que me compré un panecillo.

Salí de la delicatessen, me agaché y pinté un círculo con tiza entorno a un matojo de flores. Seguí andando por la calle y rodeé otro ramillete. Estuve toda la noche recorriendo las calles de Manhattan, rodeando con tiza las flores. Acabé en Times Square, y allí pegué el arrugado manuscrito a un poste de la luz con la cinta adhesiva de la caja de tizas. Por lo menos había dicho lo que estaba destinada a decir.

Amaneció antes de que llegara al apartamento. Lee estaba despierto, lo cual era bastante extraño, porque últimamente dormía muchísimo.

"Ha llamado Kacie", dijo desde el sofá. "Quería hablar contigo". Tenía el pelo sucio, y se había dormido en una mala postura. "Me ha despertado".

"Lo siento", dije yo.

Me senté a su lado agotada.

"¿Has estado pintando círculos entorno a esas flores por la calle? Kacie me dijo que había visto unos cuantos cuando salió a tomar café".

Yo tenía las manos llenas de tiza, y se las enseñé.

"Me ha dicho que hará de las flores una historia personal para poder publicarla. Dice que quiere escribir un artículo sobre ti"

"¿Sobre mí?" dije.

"Creo que es bastante gracioso", dijo Lee.

Me alegré de que Kacie estuviera arrepentida. Quiero decir que, por supuesto, si ella quería que yo volviese a la revista, no le diría que no. Sería divertido tener a todos los supermodernos en la oficina leyéndolo y preguntando quién soy yo.

"También me ha dicho que quiere que vayas a la oficina", dijo Lee. "Dice que el número aún no está acabado y que necesita tu ayuda para que esté listo a tiempo".

Lee volvió a arroparse con la manta, dispuesto a dormirse otra vez. Yo pensaba en el artículo de la revista, cómo, cuando se publicase, todos me reconocerían por ser la primera persona que se fijó en las flores azules.

"¿Hay algo de comer en casa?" le pregunté a Lee.

"Nada de nada", dijo él.

Me senté allí un buen rato; tenia hambre. Sería genial, pensé, que algún día hiciesen una estatua que me representase agachada sobre una flor azul, rodeándola con tiza.

Cogí el metro para volver a la oficina.

La puerta estaba abierta y todos los ordenadores habían desaparecido. Sus cables colgaba lánguidos de las mesas. Kacie tenía la cabeza apoyada en la mesa, rodeada de recortes de fotos, con el brazo alrededor de su pelo. Alguien había puesto un montón de fotos encima de las frambuesas del gourmet, y su zumo había calado media docena de caras en blanco y negro.

"¿Kacie?" dije.

Levantó la cabeza. "No hemos pagado las facturas", dijo ella. "Se han llevado los ordenadores".

Caminé por la oficina, que aún estaba llena de montones de papeles, excepto en los extraños espacios que quedaron sobre los escritorios, donde habían estado las máquinas. Encontré las galeradas de la noche anterior.

Los ordenadores guardaban todos los artículos del siguiente número, todas las listas de suscritos, todos los nombres delos kioscos, todas las cuentas y las facturas de los anunciantes. Supe de inmediato que no podríamos seguir adelante sin ellos, y que sin ellos no había forma de conseguir el dinero necesario para recuperarlos.

Me senté junto a ella pero sin tocarla. No habría artículo y, en cuanto lloviera, toda la tiza se borraría. Yo no era mejor que los demás.

"Intenté hacer algo grande", dijo Kacie.

"Y lo hiciste, por un momento", le dije.

Salí de la oficina ya de mañana. El sol brillaba en lo alto, pero la sombra de los altos edificios no dejaba pasar la luz hasta las calles. En Nueva York, siempre hay edificios en torno a tí, así que no importa en qué dirección reces, porque siempre hay algo entre Dios y tú, y al final acabas rezándole a eso.

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Copyright © por Xander Mellish (Versión original en inglés)

Traducido del inglés por Rocio Iglesias.

Versión española Copyright ©2002 por Claymont Publishing Company, todos los derechos reservados.

 

Ultima fecha de modificación: 9 de diciembre de 2002. Copyright ©2002 por Claymont Publishing Company. Todos los derechos reservados.