Le Chantier, kafé - bistro - virtuel

En Un Lugar Solitario

por

Xander Mellish

Traducido del inglés por zkot pen.

Miré fijamente al océano aquella primavera hasta que se me pusieran azules los ojos. Podría hacerlo parecer devoción, ya que mi marido estaba al otro lado en Europa, en el ejército, en la guerra. Pero apenas lo conocía y ya me había olvidado más o menos de él y enamorado de otro. Qué gracioso es que nada vivo y cálido sobre la tierra es azul, menos algunos ojos humanos.

Vinimos en tren desde Minnesota y hasta aquel entonces nunca había visto ningún océano, sino algunos lagos los cuales no tienen pasión propia. Asignaron a mi marido a capacitación básica en Long Island y pensamos que yo podía quedarme con su tía por ahí cerca. Podíamos tener su chalé al lado del mar para nosotros cuando él tuviera franco. Sin embargo, dos días después de nuestra llegada, él se ofreció para la escuela de pilotos y lo mandaron a Texas, dejándome sola. Por lo que parecía ser un hilo sin fin de días me sentaba en la playa a la tenue luz del sol, sola en la arena, mientras el océano rugía de deseo. Era una manera insólita de estar casada, y no llevábamos mucho tiempo juntos.

Al mediodía, solía ir a la casa principal para almorzar ahí. Tía Trudy aún compra tanta ginebra como siempre para las fiestas que ya no se hacen más y cuando la toma se pone muy sentimental acerca de la guerra. Empieza con sus discursos llorosos sobre los niños soldados, sus dulces cuerpos rasgados por balazos nazis, sacrificados para defender la forma de vida americana de los extranjeros ingratos. Tía Trudy había esperado demasiado que un hombre se divorciara de su mujer, una historia que terminó con la esposa como viuda y Tía Trudy como soltera. Ahora tiene casa propia, algún ingreso y una estrella azul en la ventana, aunque no es su propio hijo que está en la guerra.

Cuando estaba muy borracha, se ponía su gorra y su placa del cuerpo de voluntarios y andaba por todas las casas recordando a la gente guardar sus latas de estaño y cable de cobre para ayudar con la guerra. La acompañaba; no quedaba otra cosa que hacer. Llegué a conocer a todas las viejitas del pueblo, tanto como su uso de comida enlatada.

Al primero de junio la guerra había vaciado más o menos todos los sótanos de cualquier tipo de chatarra. Sin embargo, algunas casas se habían cerrado durante la guerra, y aquellas eran la mayor decepción de Tía Trudy. Por sus ventanas ella podía ver sus grandes trofeos de chatarra; una tenía una lavadora de acero en el sótano. A veces, cuando Tía Trudy había estado tomando más que lo normal, quería entrar en ellas a escondidas como un ladrón. Habría sido para una causa, y no sé si le habría podido convencer de no hacerlo.

Me alegré, entonces, de ver la puerta de la casa de la lavadora entreabierta un día, con las persianas abiertas. Di unos pasos hacia Tía Trudy, quien estaba mirando a la chatarra en el garage de alguien por las ventanas de su casa, y le dije que la casa estaba abierta.

"No puede ser", me dijo, "no hay bandera ondeando fuera".

Pero estaba abierta, la puerta principal estaba abierta y había alguien dentro. Tía Trudy golpeó a la puerta y entró sin esperar respuesta. La seguí, un poco avergonzada.

En el living había  una hermosa mujer de pelo oscuro cortando un gran pedazo de tela naranja en mitades. Tenía pecas y era demasiado vieja para tener pecas. Fue la primera persona de mi edad que vi desde que mi marido se había ido.

Tía Trudy se paró súbitamente. Dio un paso hacia atrás.

"¿Sra. Doyle?", le preguntó Tía Trudy.

La mujer de pelo oscuro miró.

"Sra. Doyle, ¿porqué no está ondeando la bandera?" preguntó Tía Trudy. Se veía confundida. Seguía hablando sin darle tiempo a la Sra. Doyle para contestar. "¿Qué hace con tanta tela? Usted sabe que la tela es muy importante. Predigo que la tela será racionada. Tiene que usarla con mucho cuidado".

"Sólo es una cubrecama. Era una cubrecama bonita, pero mi marido no volverá durante mucho tiempo". Me sonrió. La Sra. Doyle tenía una sonrisa brillante. "Será mejor si no tengo una cama tan bonita en su ausencia" siguió.

Pienso que ella pensó que lo encontraría gracioso. Sólo la miré fijamente.

"Estas son cortinas de apagón", le dijo a Tía Trudy. "Una de las señoras me dijo que necesitaba cortinas para que el enemigo no viera la luz de mi casa".

Tía Trudy se había recuperado lo suficiente para presentarme. "Sra.. Doyle de Massachusetts, esta es mi sobrina por matrimonio, la Sra. Andersen de Minnesota. Su padre es presidente del Banco Mil Lagos en Minneapolis. Sra. Doyle llegó de Boston la semana pasada".

"Mucho gusto conocerla, Sra. Andersen", dijo Sra. Doyle sin extenderme la mano. Manejaba con dificultad el pedazo de tela.

"El marido de la Sra. Andersen", dijo Tía Trudy, "mi sobrino, está en Italia ahora. Está haciendo una contribución enorme a la guerra".

Miré un poco por la casa, la cual estaba llena de antiguos muebles extraños. Estaba demasiado polvorienta. Vi que Tía Trudy miraba por la sala también y podía adivinar lo que estaba pensando.

"Esta era la casa de la Sra. Keane, ¿cierto?" preguntó Tía Trudy.

"Sí, ella era la abuela de Doyle".

"La Sra. Keane se conocía por ser muy frugal", dijo Tía Trudy mientras se quitaba las guantes. "Normalmente no botaba cosas útiles. No me preguntaría si hubiera alguna chatarra interesante en su sótano".

"Ande ver si quiere", sugirió Sra. Doyle.

Tía Trudy encontró el camino hacia la otra sala y la podía escuchar abrir la puerta del sótano.

Una vez que se había ido, Sra. Doyle dejó sus tijeras y rompió la tela en mitades.

"¿No tienes calor en esa ropa?" preguntó repentinamente.

"He estado en la playa", le dije, "y está más fresco por ahí". Es la primera cosa que dije en esa casa.

"Pues, hace mucho calor aquí. De todas formas, no hace falta vestirse bien cuando el lugar parece la casa de un fantasmita. ¿No es de terror?" Se le caía el pelo del moño. "La casa fue una herencia por suerte, porque nunca habríamos podido comprar una sin ayuda. A Doyle no le gusta trabajar".

Tía Trudy volvió. "Es un buen muchacho, estoy segura", dijo, "¿no está en la marina?"

"Sí, está en el Pacifico".

"Entonces no se va a enfrentar con el ejército alemán. Mi sobrino se está peleando contra el ejército alemán ", Tía Trudy nos informó. "¿Me puedes abrir la puerta del sótano, Helena?" me preguntó. "No tengo linterna".

La seguí por la casa polvorienta. Abrió la puerta del sótano y me tiró por las escaleras.

"Ella es Merrilyn Doyle", me dijo. "Habla con los manitas. Y no digo que sólo les saluda, quiero decir que les habla. Me lo han dicho en la iglesia".

"No la vi en la iglesia", comenté.

"Ella asiste a misa católica. Ten cuidado con ella".

Pensaba en Merrilyn Doyle mientras Tía Trudy miraba por el sótano. Me preguntaba cómo encontrara los hombres con quienes hablar, ya que yo tenía entendido que no había ninguno por aquí, menos los pescadores, adolescentes y viejitos quienes pensaban que podían pelearse con los Nazis con mosquetes y bates de béisbol. Tía Trudy no halló nada más de utilidad en el sótano de lo que ya habíamos sabido y la ayudé a subir la escalera, en donde encontramos a Merrilyn cociendo las cortinas de apagón con enormes puntadas descuidadas.

"Usted tiene una linda lavadora rota en su sótano que nos sería muy útil como chatarra", Tía Trudy le declaró. "Mandaré unos niños para buscarlo con sus vagones de chatarra".

"No creo que sea correcto hacer los niños llevarlo todo", le dijo Merrilyn.

"Lo van a disfrutar. Es su colaboración para la guerra. Reciben puntaje por eso en la escuela".

"Pues mándelos para aquí", dijo Merrilyn Doyle. Tenía ojos muy azules.

"Esa mujer", dijo Tía Trudy, "es promiscua. No respeta la institución de matrimonio".

"¿Y por eso no te gusta?" pregunté.

"No me gusta porque no ondea la bandera".

Esa noche decidí escribir una carta a mi marido, una verdadera en vez de mi típica carta forzada llena de noticias del tiempo y no escrita, como solía escribirlas, en letra muy larga para ocupar espacio. Le escribiría una buena carta, una buena carta de señora.

El me había escrito algunas pequeñas cartas de guerra encogidas por maquina. Fueron salpicadas con manchas negras, huellas del censor quien tachaba todo lo que tenía que ver con ubicación o movimiento de tropas. Sólo dejaban preguntas, sobretodo acerca de gente en Minnesota, y casi no conocíamos ninguna de las mismas personas en Minnesota.

Mi familia conocía muy poca gente porque éramos muy poco sociables. Mi padre estaba siempre ocupado en el banco, mi madre en su pieza con su dolor de cabeza y yo pasaba la mayor parte de mi tiempo libre sola en el sótano mirando por la ventana. Si mi padre no hubiera arreglado mi presentación en la sociedad, nunca habría ido al baile en donde conocí a mi marido, un evento social arreglado muy de prisa en invierno como para sustituirse para el gran baile de primavera. Tuvo lugar justo después del ataque, cuando estábamos tan ansiosos, enojados y listos para luchar. Esto me parecía mi parte en todo: casarme con él y venirme para acá para escribirle y cobrar sus cheques del ejército.

Esa noche le escribí todo lo que pude pensar sobre la gente en Minnesota. Le escribí que tan horrible estaba todo en este cuartucho de pueblo chico y como él tenía suerte de estar en Europa. Empezaba a volver al tema del tiempo nuevamente cuando, mi mano dolida del esfuerzo, firmé mi nombre. Lo firmé Helena; después lo taché y puse Lena; luego agregué Amor.

Tomé la carta a la oficina de correos temprano la mañana siguiente; siempre me parecía importante mandarle su correo lo antes posible, antes de que tuviera tiempo para estar fusilado o matado o hecho loco en un ataque químico. Caminé por la calle a la pequeña oficina de correos de ladrillo y todas las casas que vi ondeaban banderas.

En la puerta de la oficina de correos encontré a la Sra. Doyle, quien estaba saliendo. Tenía las mejillas rosadas de excitación y llevaba el mismo espantoso vestido apretado. Me di cuenta de que no me gustó que tan hermosa que era. Tenía los brazos llenos de cartas abiertas.

"Mira", dijo, "están todas de mi familia. Creo que todos se sentaron en la cocina y me escribieron justo después de que me fuera. Pensarías que las habrían podido poner todas en el mismo sobre para gastar menos en estampillas. Boston parece lejos, ¿cierto?

"Buenos días", le dije.

Levantó algunos sobres de guerra hacia la luz. "Estas son de Doyle, mi marido en la marina. Está en Tuvalu, una isla cerca de Australia, aunque no me lo creas".

No pude superar mi curiosidad. "¿Cómo es que sabes en dónde está?"

"Tenemos un código. La primera letra de la segunda frase de cada párafo deletrea en donde está". Miró la carta otra vez. "Tu-va-lu".

Cambié mi carta de una mano a la otra. Mi corazón palpitaba fuerte; ella era tan hermosa y no sabía que decirle. Había una bicicleta de un chico de reparto de telegramas apoyada contra la pared y yo me apoyé contra la bicicleta.

"¿Te puedo hacer una pregunta?" me dijo. "¿Qué haces durante todo el día? No tienes con quien hablar, con quien jugar a kneipes, nadie. No hay con quien cocinar ni comer".

"No, supongo que no hay", le contesté.

"¿Me puedes venir a visitar?"

"Sí, puedo".

"Hoy", me dijo. "Hoy, por favor. No tengo con quien hablar".

Tenía una sonrisa afectuosa, y hacía fresquito ese día. La acompañé en la luz del sol de vuelta a su casa, la cual ahora tenía las cortinas naranjas de apagón levantadas. Había pegado una foto de diario de la bandera arriba del timbre. Nunca llegué a enviar la carta a mi marido.

Se llamaba Merrilyn porque nació el día 25 del mes, pero no navidad. Era católica, un tipo de persona que nunca había conocido antes. Tenía cinco hermanos y todos le ayudaban a su papa en proyectos de construcción; ella había venido a vivir en la casa del pueblo porque la Sra. Keane había sido la tía abuela de su marido. La guerra era de una cierta forma una bendición para ellos porque su sueldo estable del ejército les daba el buen dinero para reparar la casa. Me enteré de esto sólo en el camino a casa. No me molestó que ella hablara tanto ya que así yo no tenía que decir casi nada.

La casa estaba en peor desorden que la última vez que había estado ahí. Merrilyn tenía artículos de ropa por todos lados, algunos de ellos siendo ropa interior. Adiviné que había estado desempacando.

En la cocina había cubos de mejillones y almejas que debió haber comprado de los pesqueros a la mañana. Me senté en la cocina mientras los ponía en una olla. Supongo que eran para el almuerzo, aunque estaba tarde como para desayunar pero temprano para almorzar. Pensé que ella comía cuando se les dieran las ganas. La estufa usaba madera y calentó muy bien la casa, aun durante un día tan fresco. Entendí entonces porqué llevaba tan poca ropa puesta.

Había un silencio agradable en la cocina. Podía oír los pájaros fuera y las olas del mar en la distancia. Tía Trudy se habría espantado si me encontrara ahí.

"Tu marido es piloto, ¿cierto?" me preguntó Merrilyn.

"Sí".

"Tienes que enrolar para conseguir esos buenos puestos", me dijo. "¿Se enroló sólo?

"Sí".

"Pillaron a Doyle en una sala de cine. Yo ni sabía que lo hubieran llamado a filas -- tiró la carta cuando llegó. Vinieron a buscarlo y ni sabíamos lo que le hubiera pasado. Cuando te buscan, ni te dejan llamar a tu familia. Sólo fue al cine cuando tenía que haber ido al trabajo y dentro de unos días recibimos una carta de la base naval de San Diego. Pero así es Doyle".

Vertió las almejas en un bol.

"Acabo de recibir mi ración de azúcar. Nunca la guardo mas que unos días. Voy a hacer un dulce". Rasgó el paquete de azúcar y sacó la leche del frigorífico. "No puedo encontrar un cazo en esta casa atormentada.

Merrilyn puso las almejas en la mesa y comenzamos a abrirlas. En casa, nunca teníamos mariscos en verano, así no parecía muy correcto. Pero habría sido mal educado de mi parte decírselo, así que me las comí en silencio.

"Me gustaría abrirte como una almeja", me dijo, "¿porqué eres tan silenciosa? No puedes estar pensando en algo tan interesante".

"No soy silenciosa".

Comimos un rato en silencio. Entre almejas, Merrilyn se levantaba para agitar el dulce.

"¿Cómo es tu marido?" me preguntó.

"No lo sé; no lo conozco muy bien".

"Venga, vamos. Lo reconocerías si se sentara al lado tuyo en un bus o algo".

"Bueno, es guapo. Y es de una de las mejores familias de St. Paul". Me pareció que eso no le importaba tanto. "Cuenta chistes", seugí.

"¿Buenos chistes?"

"No, sobretodo chistes antiguos. Aun Tía Trudy conocía algunos".

Se sentó frente mio con una cuchara de dulce. "¿Cómo es en la cama?"

"¿Cómo?"

"O sea, te quise preguntar si es bueno en la cama".

Merrilyn Doyle era una mujer espantosa, decidí.

"Puede tomar su tiempo hasta que te guste", me dijo.

"Pues se fue antes de que me gustara".

Se levantó para verter la mezcla dulce en el molde.

"Sueño con ello todas las noches, con varias personas. Doyle dice que soy pervertida. Le han estado mostrando películas sobre pervertidos en el ejército".

"¿Cómo es que sabe con qué sueñas?"

"Se lo digo. Cuando le escribo, le cuento todo lo que tengo en mente. Sabes, nunca censuran charla de sexo. Sólo censuran charla sobre movimientos militares. Pienso que piensan que le es bueno para la moral".

Abanicaba el dulce con su mano.

"No puedo aguantar que se enfrie. Pruébalo".

Metí una cuchara en el chocolate blando. Aún estaba caliente. Lo dejé enfriarse antes de meterlo en la boca. "¡Ugh!" grité y lo escupí en una servieta. "Sabe a pescado".

"A ver", dijo, tomándose una cucharada. Hizo una cara de asco, pero lo avaló. "Dios mío ¿fregué la caserola cuando terminé con las almejas?"

La miré y me puse a reírme. No me podía parar. Era tan graciosa, tan hermosa, y se reía también.

Ella era con quien hablar. Por supuesto, nunca le dije nada a Tía Trudy. Merrilyn y yo pasábamos la mayoría del tiempo en su casa o en la playa cerca de mi chalé, pero nunca salimos juntos de noche. No importaba eso porque era verano y los días eran largos.

No fue hasta el cuatro de julio que se enteraron de que éramos amigas. La había acompañado a Tía Trudy al picnic del pueblo. Subitamente me dejó para estar con el Auxiliar de Mujeres por la Defensa Civil, las cuales habían recogido casi todas las flores silvestres del parque para sus sombreros. Merrilyn se arrimó y se sentó al lado mío. No le pude negar porque todos estuvieron invitados al parque ese día, el primer día de la independencia de la guerra.

"Me pregunto dónde estará Doyle hoy". Había docenas de banderas miniaturas que apiñaban el sendero a través del parque ese día, tanto como el sonido de pájaros y grillos, y el olor a salchichas. Merrilyn se sentaba al ladio mío con los tobillos cruzados en el cesped. Había una mariquita en su pelo. "Está feliz de todas formas, estoy segura. Siempre sé como se está sintiendo, a pesar de la distancia. Una mitad siempre sabe lo que la otra se está sintiendo".

A unos metros de nosotras, un hombre cruzaba el cesped sin usar el sendero. Era un manitas del pueblo, aun trabajando hoy. Su pantalón estaba polvoriento. Le echó un guiño a Merrilyn y le saludó con la mano.

"¿Quién es?" pregunté.

"Jugué a cartas con él".

"¿Le hablaste?"

"Estuvo en mi casa. Nadie nunca sabrá".

Al otro lado del parque podía ver a Tía Trudy con las mujeres auxiliares juntadas en la mesa de picnic susurrando.

"Todo el mundo habla de como te portas con estos hombres sucios".

"¿De veras?"

Se quedó silenciosa un ratito. Le quitó todas las ojas a un diente de león y luego se lo comió, mordisqueándolo un poco. "¿Y si sólo hubiera jugado a las cartas con él?"

La miré fruncir el ceño con un diente de león en la boca.

"Amo a mi marido, sabes", me dijo. "Pienso que es una señal de amor que necesito quien se ocupe de su lugar". Metió las rodillas por debajo de la barbilla y eradicó otro diente de león.

Me acosté ahí en el cesped y miré al sol. Me pareció al revés, que Merrilyn podía amarle tanto a su marido sin ser fiel a él mientras que yo podía ser fiel al mío sin amarlo para nada.

Una banda empezó a tocar en el rincón del parque. Sonaba desafinada y ladeada. Lo más probable es que la mitad de los músicos fueran militares.

"Qué locura tener todo este picnic para nosotras", comentó Merrilyn. "Deberían haber ido a Fuerte Trotten e invitado algunos militares".

"Vaya militares. Estoy harta de los militares. No son los únicos cuyas vidas se arruinaron por la guerra".

Merrilyn me miró escépticamente.

"Pues es verdad", le dije. "Una mujer en mi lugar no tiene mucho tiempo para divertirse y ya lo he perdido todo".

"Podrás divertirte después".

"No, no podré. Soy casada".

Se rió.

"Nunca tendré mi presentación a la sociedad", seguí. "Nunca bajaré la escalinata del Club Social de Minneapolis vestida de blanco. Nunca conoceré a gente y tener amigos".

Merrilyn trató de parecer comprensiva. "Apostaría que eso es lo que Hitler siempre tenía en mente".

"¿Qué quieres decir?"

"¿Hubo alguna alemana que quisiera llevar tu mismo vestido? Probablemente es eso que lo provocó".

La miré todavia un poco desconcertada.

"Apuesto que esta guerra es a causa de tí", me dijo.

"Basta ya", le dije, empezando a reírme.

"Todo el mundo está en peligro sólo porque tú tenías que ponerte ese maldito vestido blanco".

"Basta, basta ya". Estaba riéndome ahora, tan fuerte que ni me importaba la palabrota.

Nos olvidamos del bar, del baile. Nos reíamos y era un día hermoso. Le contaba a Merrilyn del día cuando un murciélago se soltó en el Club Social de Minneapolis cuando Tía Trudy finalmente me vino a buscar, frunciendo el ceño e insistiendo de que las Mujeres Auxiliares necesitaran ayuda para servir la comida.

"¿Eres un pájaro, cariño?" me preguntó mientras caminábamos.

"¿Cómo?"

"Pájaros de la misma pluma acuden en masa". Se paró y giró hacia mí, sus ojos en la sombra del ala del sombrero. "Espero no tener que contarle a la familia de tu marido que conoces a ese tipo de mujer", me dijo. "Pensarían mal de mí si supieran que lo permití".

Estábamos en el parque soleado aquel día y todo el mundo estaba dando vueltas fuera de control, mientras cuerpos estaban siendo volados a pedazos y cuidades dejadas en ruinas y toda buena cosa normal en nuestras vidas se chupaba y se tiraba a trozos viciosos. Mirando a Tía Trudy, sus labios fruncidos en una expresión de arrugada atrocidad moral, comencé a reírme de nuevo. Una flor se le cayó del sombrero.

A partir de ese día pasaba las tardecitas con Merrilyn también. No había luz en el chalé de la playa y entonces tampoco había radio. La mayoría del tiempo jugábamos a las cartas en la luz de vela. A Merrilyn le gustaba una partida feroz de cartas. A veces sólo nos quedábamos hablando en la oscuridad, así podíamos subir las cortinas gruesas de apagón durante las noches más cálidas.

Tuvimos un simulacro de ataque aéreo una noche hacia principios de agosto. Probablemente fuera el tercero de aquella semana. El pueblo había nombrado unos adolescentes como observadores del aire para hacer guardia del cielo y siempre veían cosas. Sin embargo, esa noche era difícil imaginarse que pudieran haber visto algo; llovía constantamente desde hacía horas.

"No puede ser un verdadero ataque esta noche", dijo Merrilyn. "Terminarían por bombardear el océano".

"A lo mejor estén cazando los buques".

"Tampoco pueden ver a ellos".

La sirena seguía sonando, su largo gemido altísimo aún elevándose y cayéndose como las alas extendidas de un pájaro.

"No quiero salir a la lluvia para ir al refugio", me dijo.

Me saqué la cabeza por la puerta del chalé. Era una densa lluvia fuerte.

"Capaz que sea de verdad", le dije.

"Vamos, deja que los nazis nos pillen".

Apagué la vela por las dudas y nos sentamos en la oscuridad. Merrilyn me contó una historia larga sobre su hermano, el cura, y como había ganado la mitad de un Studebaker jugando a poker. Resultó ser que la otra mitad del auto era propiedad de un mafioso y en algun momento había encontrado un cadaver en el asiento trasero y que le tuvo que dar una unción extrema ahí mismo, arodillado sobre la rueda. Le conté una historia de fantasma sobre un hombre pelado que amaba a su mujer pelirroja. Cuando se murió ella, se volvió a crecer su pelo, y era rojo.

Los aviones no llegaron, pero tampoco llegó la señal de que todo estaba seguro. Para un simulacro, la señal normalmente se sonaba después de unos quince minutos. Ya habían pasado unas horas, aunque no hubo ningún modo de averiguar la hora. Estaba tan oscuro que no se podía ver absolutamente nada.

"No puede ser un verdadero ataque, ¿cierto?" le dije. "Habríamos oído algo por lo menos, ¿verdad?"

"Oiríamos los aviones".

"Me encantaría tener una radio", le dije. Había escuchado por radio sobre ciudades en llamas, sobre bombas y defensas antiaéreas. Ahora no podía oír nada, excepto la lluvia. "Vendrían en buques. Buques no harían ruido".

"No son los buques que se arriman para aquí. Son los submarinos".

"¿Pueden desembarcar soldados desde un submarino?" le pregunté. Ahí en el chalé de la playa estábamos alejadas del pueblo, de todo, por la noche y por la neblina.

"Yo no veo ningún buque", dijo Merrilyn. "No veo nada. Voy a regresar a casa".

"No puedes salir. Hay control por todos lados. Pensarán que eres una saboteadora o algo". La pude oír moverse en la oscuridad.

"Creo que me voy a acostar aquí", me dijo. "Debes tener otra camisón dormilona".

"No, no la tengo", le contesté.

"Pues puedo dormir sin ella".

"Sólo tengo mi camisón dormilona de bodas, mi salto de cama. Está empacado. Tendré que prender vela para buscarlo".

"Dale, préndela. No creo en los Nazis".

Traté de esconder la luz de vela un poco con la mano. Encontré el salto de cama en una cama debajo de la cama.

Se acostó y me acosté alejada, al otro lado de la cama, sintiéndome muy confundida. Finalmente llegó la señal que todo estaba seguro, pero no quería pedirle que se fuera y tampoco ofreció irse. Seguía lloviendo, una lluvia más suave, continua, con una bruma fría que entraba de a poco en el chalé pequeño. Dormí nomás, como nunca, con alguién abrazándome y mi corazón como un balón llenándose de aire.

Merrilyn le escribía a Doyle casi todos los días. Le mandaba cartas a ella también; le contó que había escrito su nombre sobre un proyectil que tiró al océano mientras apuntaba a los japoneses. Intenté escribirle a mi marido pero no tenía nada que decirle. El tiempo no había cambiado. Aún recibía sus sobrecitos de guerra de vez en cuando, pero después de un tiempo dejé de abrirlos. Empezaron a acumularse en una pila en el rincón del chalé.

En agosto la playa nunca estaba un lugar solitario. Había docenas de mujeres solas, sus almuerzos arreglados sobre mantas en la playa, y cientos de muchachas y niños muy chicos gritando mientras jugaban en el mar. Algunas de las mujeres de las fábricas de municiones de la ciudad venían a pasar los fines de semana y yacían dormidas en el sol. Eran chicas de cuidad, la mayoría de ellas, y ganaban más dinero que nunca habían ganado en sus vidas. Algunas llevaban joyería en la playa.

Merrilyn estaba mirándolas un fin de semana mientras nos sentábamos en las sillas de la cocina por fuera del chalé. "Si no fuéramos casadas, podríamos irnos a la ciudad y conseguir laburos de guerra. Son fáciles a conseguir y pagan mucha plata".

"¿Has trabajado alguna vez?" le pregunté.

"Trabajé en una tienda de ropa de mujer. Me echaron por ponerme ropa con lunares".

Nos quedamos ahí un rato escuchando al sonido de las olas.

"De todas formas, laburos de fábrica pagan más", dijo Merrilyn. "Podríamos vivir juntas y decirle a la gente que éramos hermanas. Tengo muchos hermanos y ninguna hermana".

"Pero eres morocha y soy rubia. Y somos casadas, así que eso arruina todo". No sé porqué se lo dije así. Me gustaba mucho estar con Merrilyn, todo el tiempo, más que me gustaba estar con cualquiera. Me gustaba su compañía en el chalé. Odiaba ir a su casa polvorienta con monstrosos muebles anticuados y los cientos de recuerdos de que en algún día sería la casa de Doyle, y que ella pasaría sus días y noches con él, no conmigo. Doyle empezó a caerme mal.

A finales de septiembre terminó el verano. Repentínamente se fue el sol y nubes oscuras siempre nos miraban por la ventana. Los diarios estaban llenos de batallas y buques y marineros perdidos en el Pacífico. Perecía que íbamos a pasar el resto de nuestras vidas en la guerra, y que el resto de nuestras vidas serían permanentamente gris.

Un día de octubre me desperté a la luz del sol nuevamente. Dejé a Merrilyn sola en la cama y fui para cobrar algunos cheques del ejército de mi marido, con la idea de irme de compras después del almuerzo. Me había comprometido a Tía Trudy cenar con ella.

No la veía mucho a Tía Trudy últimamente, ya que estaba tan involucrada en su Auxiliar de Mujeres, tejiendo para la Marina y dando clases de primero soccoro para una eventual llegada de los Nazis. Ya que Tía Trudy tenía tanto trabajo, dejó de tomar tanto. Era mucho más su persona natural, y me gustaba aún menos.

Nos sentamos las dos en su mesa larga y esperamos mientras el cocinero nos sirvió la ensalada. El cocinero también servía como camarera y mayordomo, pero Tía Trudy era una de las pocas personas que aún tenía empleados. Había convencido a la comisión del pueblo que los necesitaba a causa de todo su trabajo de guerra.

"Recibí una carta de tu marido", me dijo. "No has estado contestando a sus cartas. Me escribió para preguntar si estuvieras bien".

"Estoy bien. Estoy muy bien".

"Tu marido ha matado a seis personas con sus propias manos. No puedo esperar hasta que regrese para ver sus manos". La lluvia se había convertido en una tormenta. Detrás de su cabeza, miré el cielo cambiarse en blanco por un rayo. "Por supuesto, parece que cualquiera puede ser héroe hoy en día. Leí sobre un hombre quien mató a tres japoneses, pero acá trabajaba repartiendo carbón. ¡El repartidor del carbón!"

El cocinero llevó los platos de ensalada y estaba poniendo los platos para la comida fuerte.

"Me espanta como la gente piensa que han avanzado en el mundo, por el mero hecho de que estamos colaborando para ganar esta guerra. La presunción. Esa católica irlandesa, la mujer de aquel supervisor de la fábrica trató de hacerse jefa de la guardia de la manzana y las señoras la dejaron, sólo porque su marido trabaja en la producción de chapas de armor. Dentro de poco los empleados negros se sentarán en la mesa con nosotros".

El cocinero cuidadosamente nos servía el guiso de carne con cucharón.

"Si Hitler hubiera tenido la intención de destrozar la tela social de este país, no lo habría podido lograr mejor".

Había empezado a llover y oímos el primer trueno. "Espero que esa Sra. Doyle se largue ya del pueblo, ya que es viuda".

"¿Cómo?" le pregunté.

"Me enteré de eso hoy en la oficina de correos. Le entregaron la telegrama muy temprano a la mañana, y ni estaba en casa".

No podía ni hablar.

"Me gustaría pensar que estaba haciendo sus compras, pero lo dudo", dijo Tía Trudy.

Me pregunté si lo hubiera deseado. No me lo creo. Me sentí horrible, y al mismo tiempo casi horriblemente bien. Ahora la tenía a Merrilyn sólo para mí.

"Puede regresar a su gente por primer tren", seguía Tía Trudy, "no necesitamos ese tipo de gente por aquí".

"Señora Helena", dijo el cocinero interrumpiendo, "te busca una mujer en la puerta".

Era Merrilyn, empapada, parada en el porche sollozando. Salí a la lluvia y la abracé mientras lloraba y lloraba y lloraba.

"Dios mío", me dijo, "mi Doyle".

"Regresemos al chalé".

"Qiero ir a nuestra casa, la de Doyle y yo".

"Vamos a la mía", le dije. Sollozaba y se agarraba el pecho con ambos manos, como si le saliera el corazón. "¡Tienes que acompañarme a la mía!" insistí.

Volví a la mesa empapada y me senté. Tía Trudy me miró cuidadosamente. Me quedé sentada mirando mi comida, sosteniendo mi tenedor en el aire.

Dentro de poco me levanté y la dejé sola en la mesa, la dejé, a Tía Trudy, y a mi marido, y a su familia y a mi familia y a todo el mundo; dejé a todos y me fui para buscar a Merrilyn.

La encontré acostada, bocabajo en la cama, en donde la había dejado a la mañana, sollozando, llorando tanto que estaba sudorosa. La abracé y metí mi mejilla contra su sudorosa mejilla llorosa. "Aún estoy aquí", le dije, "cariño, aún estoy aquí".

Lloraba. La abracé mucho tiempo, acariciándole el pelo con mi mano.

"Ni lo pude sentir", me dijo. "Ni sabía que hubiera pasado".

"Merrilyn", susurré después de un rato, "¿qué vamos a hacer?"

"Regresaré a Boston. A Boston, a mi familia". Aún se ahogaba en sus lágrimas. "Todos los que conocían a Doyle están en Boston".

Mi corazón palpitaba. "Te acompañaré", le dije. "Te acompañaré a Boston. No te preocupes. Podemos encontrar un departamento ahí. Deben haber laburos de guerra en Boston. Te acompañaré".

Me miró. "¿Porqué?"

"Porque quiero estar contigo".

"No seas tonta", me dijo reclinándose.

"No me importa. No me importa mi marido. Quiero estar contigo".

"Estaré con mi familia", me dijo. "No te necesitaré más".

La abracé un segundo más, un segundo más frío, y la dejé sola en la cama. Me levanté y me senté en una silla al otro lado de la pieza.

Esa noche lloraba y lloraba por alguién quien no fue yo. Era su marido a quien amaba, en quien pensaba todo el tiempo que estábamos juntas.

Llovió toda la noche, pero no era la lluvia cálida que recordé. Cuando finalmente se dormió, me senté al lado de la cama mientras dormía. Finalmente, me dormí también.

Me despertó la sirena de ataque aéreo. Me senté un rato en la oscuridad, escuchándola, y a la respiración calma de Merrilyn a mi lado. En la neblina del sueño casi le extendí la mano. Luego me acordé y me senté, escuchando a la sirena. Esta vez casi deseaba que fuera de verdad. Quería morirme.

Pero de pronto llegó la señal de todo seguro, otra vez como siempre. Me levanté de la cama y me puse el albornoz. Volviendo al living, encendí una vela y vi mi propio marido sentado en la mesa de la cocina. Asombrada, dejé caer la vela. Alcancé para recogerla, con la llama intacta. El no se movió.

"¿Toby?" le dije. Ni me miraba.

"Está tan calma aquí", me dijo, "y hace frío. Pensé que habría calor al lado del mar".

Se parecía igual como antes, como si nada hubiera cambiado, aunque tanto había cambiado. Se dirigió a mí, se abrió la boca y me di cuenta de que le faltaban los dientes delanteros.

"¿Qué pasó?" pregunté. "¿Qué haces aquí?"

"¿No recibiste mis cartas?"

"No", le mentí.

Me senté en la mesa frente a él. Era raro verlo de nuevo en la forma de una persona, no de un pensamiento. Le miré las manos, como había querido Tía Trudy. Temblaban.

"Probablemente le pegué un tiro a la paloma que llevaba el correo". Se sonrió una sonrisa enfermiza, pero en ella podía ver un poco del hombre que era antes, el hombre que procedía de una de las mejores familias de St. Paul, un hombre con los hombros cuadrados y un uniforme, el cual no llevaba puesto ahora. Lo vistieron en lo que parecía ser ropa de paisano del ejército, una camisa verde planchada. Parecía un cadáver vivo en la luz vacilando de vela.

Me levanté y le preparé un café, el cual no tomó. Yo tomé uno. Estaba aterrorizada. ¿Sabía él lo que pensaba yo? La gente verdaderamente casada siempre saben lo que piensa el otro, Merrilyn había dicho.

Ay, Merrilyn. Merrilyn estaba en la pieza del lado, en mi cama, en su cama a él.

Me fui a despertarla. Estaba dormida con el pelo derramado por toda la almohada, y por un instante la miré, confiada e indefensa, como la había visto tantas veces aquel verano.

Entonces la agarré y le sacudí la mano. "Merrilyn, te tienes que ir", le dije.

Estaba dormida y confundida, sus ojos celestes hinchados por tanto llorar.

"Merrilyn, está Toby. Está mi marido. Está vivo y está de vuelta".

Me miró desconcertadamente.

"¿No querías volver a Boston?"

"¿Quién está?" me preguntó.

"¡Tú querías ir a Boston! Ahora ¡vete!"

La eché a la noche fría de octubre. La mandé a su casa. Mi marido ni me preguntó quién era.

Toby necesitaba descansar y lo acosté en el lugar de Merrilyn. Sola en el living, desempaqué su bolso, poniendo sus medallas sueltas del ejército en una fila en la mesa de la cocina. Sabía que lo tendría que empacar de nuevo cuando nos mudesemos, cuando nos mudesemos a alguna parte juntos. Tomé lo que quedaba del café sola, mis pulmones llenándose del aire, del sonido de olas en el fondo y la playa ahí mismo frente a la puerta, y la luz del día solamente faltando unas pocas horas.

 

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Copyright © por Xander Mellish (Versión original en inglés)

Traducido del inglés por zkot pen.

Ultima fecha de modificación: 25 de septiembre de 2005. Copyright ©2000-2005 por Claymont Publishing Company. Todos los derechos reservados.